martes, 15 de septiembre de 2009

mutatis mutandis















El cine de autor europeo, erudito y de arte y ensayo, se ha pasado la presente década mirándose al ombligo intentando sacudirse los complejos heredados de la pesada carga de su propia historia, en pos de una renovación imposible de su moral y su canon: con la misma ansiedad que paraliza(ba) a Cristiano Ronaldo, las estrellas de Cannes no consiguen llegar a meta, mientras la industria norteamericana no deja de golearnos con hat tricks con su juego desvergonzado y anárquico.
Las absurdas y manieristas fábulas de los Dardenne no alcanzan ni de lejos el profundo calado al que aspira su engolada voz; Won Kar Wai transita un romanticismo burgués absolutamente ñoño y dircursivamente inerte; Kaurismaki ha agotado su fórmula hace lustros, al igual que un ahora delirante Kosturika y ese perpetuo loop moral que es la filmografía de Kim Ki Duk; Almodóvar es demasiado inculto para sus pretensiones, mientras un esforzado Von Trier da palos de ciego persiguiendo el lenguaje del siglo XXI desde una metafísica todavía decimonónica. Al pelo les va mi más habitual muletilla: pobrecitos. Máxime cuando, vegüenza debería darles, se han visto adelantados y desbordados por infinidad de propuestas facturadas desde trincheras a priori más vulgares: las valientes deconstrucciones de las descripciones realistas de lo real por parte de Gondry y Jonze, la extrañísima belleza que busca y encuentra Korine en sus haikus de vertedero, el humor zafio y valiente de Appatow / Stiller / Farrelli, la redefinición del misterio por parte de J.J. Abraham, el simpatiquísimo panteón Pixar inventándose una entrañable épica de la diferencia... Hoy en día, en mi inmodesta opinión, la verdadera locomotora del lenguaje cinematográfico lo encontramos en los multicines, y/o en prime time.
Pero si hay un filón que a día de hoy está poniendo patas arriba el concepto de blockbuster es ese género bastardo que comenzó con "El misterio de la bruja de Blair" y que en ocasiones se llama mockumentary, o falso documental: cine de ficción realizado utilizando las herramientas de la generación internet (imágenes robadas, estética youtube, disolución de la frontera entre realidad y ficción, marketing viral, desinterés por las enseñanzas morales...) en lo que constituye la versión auténtica y sin manifiesto de las fallidas y pomposas aspiraciones de los DOGMA. Sin ser estrictamente nuevo en realidad, ese cine en formato patchwork construído yuxtaponiendo imágenes de las que cotidianamente nos rodean (las cámaras de seguridad, grabaciones con el móvil, reality shows, videos caseros...) ha empatizado a las mil maravillas con una generación geek acostumbrada a linkear por la red sin saber muy bien si lo que ve es cierto o no, y sin que ello importe lo más mínimo.
La última aportación a esa (ya) tradición que une a Borat con Monstruoso o El diario de los muertos (manda narices) es la muy disfrutable Distrito 9 que ayer, en un ataque de dadivosidad para conmigo mismo, me ví en el mall con la sola compañía de un delicioso supercombo de palomitonas y Coke light. Bomba me lo pasé. Partiendo de una ingeniosa hipótesis argumental en sintonía con la ciencia ficción hard (que, como en este caso, tiende a la distopía) y según se nos cuenta rodada con tres pesetas, el film consigue quitarle el polvo al adormecido género alien mediante su estética hiperrealista, su desinterés por las servidumbres del héroe tradicional, moderado pesimismo antiglobalización y referencias a la cultura pulp tan abundantes como sensatas. Es una película muy curiosa e intensa, lastrada por torpezas de debutante y por encontrarse en una tierra media flanqueada por un lado por la pirotecnia del blockbuster habitual, y por otro por las libertinas y oblícuas maneras de la serie Z de la que es tan deudora. Su evidente alegoría política apenas trasciende su condición de esbozo buenrollista del tópico consistente en identificar al poderoso con el perverso, si bien el personaje protagonista consigue darle un toque mordaz a tan predecible moralina de izquierdas: el antihéroe de esta historia es un pobre diablo de clase media, sin ningún interés humano, carente de carisma, sin mayor planteamiento ético en su discurrir que el hacer lo que le toca, sin siquiera alzanzar la condición de perdedor; es uno de los protagonistas más del montón de los que recordamos en el cine fantacientífico, y ahí radica su curioso interés. Ese funcionario blanco recién casado y gris como la ceniza, podría haber resultado un hallazgo mucho más interesante si el director no hubiese apelado en el tramo final a su condición de inesperado y heróico mártir, que por una triste carambola se ve en medio de un fuego cruzado de intereses en es que lo que menos importa es él mismo. Ese zafio desenmascaramiento de los intereses ocultos de las fuerzas entre las que se interpone es la parte más predecible de la historia, que cómo no se resuelve con una funcional y magnífica ráfaga de disparos, explosiones, mutaciones, peligros y espantos. Nos quedamos, pues, con las partes inicial (el macguffin de partida) y final (acción hardboiled magníficamente rodada) de la peli, quedando el meollo pseudo-político intermedio como el tramo más inconsistente e innecesario. De todos modos, y sin ser una obra maestra (¿qué tal cuatro estrellas?) os recomiendo que os déis el gustazo de disfrutar de esta simpatiquísima b-movie de acción y bichos, cuyos efectos especiales están tremendos teniendo en cuenta el presupuesto: consigue que los suburbios de Ciudad de Diós invadidos por los bichejos de la taberna de Star Wars resulten una hipótesis visualmente creíble. Espero que la segunda parte sea más de lo mismo. Bravo.