martes, 20 de octubre de 2009

La imposibilidad del nihilismo



















Miguel Ángel Martín, "Bitch" (La Cúpula, 2008)

Inopinadísimo giro temático en el último cómic de M.A. Martín que he leído. Pásmense: de repente los temas políticos han entrado como un vendaval en un universo tan perfectamente acotado como el suyo, que se manejaba perfectamente bien sin recurrir ellos. De hecho, parecería que la narrativa del autor (dionisíaca, amoral, misántropa, pop) implicaba una lectura del mundo completamente apolítica. Nada más lejos de la realidad: el suyo ha sido siempre un discurso heredero de Burroughs, Sade, Chronemberg o Ballard, del nihilismo como posibilidad irrealizable, y bajo cuyas aparentemente apresuradas páginas subyacía una envidiable erudición sobre asuntos tan desatendidos como la música industrial, las técnicas de control social, las modificaciones corporales o la pedofilia. Pero tras todo licencioso se esconde un pronunciamiento social subversivo, cuya mayor potencialidad es, precisamente, el no ser mensurable políticamente. A los agitadores de la matriz a la que pertenece no se les discute con argumentos: no los tienen, no los quieren.
Y muy acertadamente, así se presentan los protagonistas de esta mesmeriznate historieta suya: son militantes sin manifiesto, terroristas carentes de ideología, agitadores sin mayor interés que la belleza del tumulto y de, aforismo ballardiano, la elegancia de las manchas de aceite sobre las barquillas de los motores de los 747 estacionados en las pistas de los aeropuertos. Lo que anteayer era lúdica y valiente Cultura del Apocalipsis, ha encontrado hoy su contrapunto optimista, en la medida en que la actividad política implica siempre la fe en un cambio. Pero del mismo modo que Martín delineaba una narrativa "post-humana", la praxis política que plantea sólo puede ser "post-política": sin ideología, ajeno a las filiaciones partidistas, trasnacional, individualista, sin interés por el poder, desconfiado y conspiranoico. Los personajes de Martín han pasado a la acción y su pasión última no es otra que la libertad personal, en una renuncia militante a la lucha por hacerse con el poder, el cual es considerado (más que corrupto o amoral) sencillamente aburrido.
De hecho, toda la narrativa de este autor es una investigación, seria y desapasionada, sobre la ética del placer. La libertad de deseo constituye el particular objetivo de sus protagonistas, siempre excépticos frente a los consensos de un mundo milimétricamente planificado conforme a designios ajenos, un mundo en el que no creen y del que hasta ahora participaban sarcásticamente, con desprecio y autocontrol. Ya no: han pasado a la acción. Sus sujetos políticos son bandas de hip-hop que se autoinmolan por una jihad en la que en el fondo no creen, judíos antisemitas, maricones saharauis que practican sexo anónimo con los mismos skinheads a los que luego tiran piedras, millonarios que fingen ser homeless por una cuestión puramente estética, burgueses aburridos. Ninguno de ellos cree en nada ni en nadie (la amistad es algo quimérico entre ellos), pero tienen en común su odio por el mundo y su visión lúdica de la violencia. Misteriosamente Martín muestra una enorme simpatía por el entorno anti-Bielderberg y los centros sociales costras que a mí, personalmente me resulta muy divertida: como él, no consigo ser completamente nihilista.
Un apunte: es el creador literario que, en mi opinión y de los que he conocido, mejor retrata a los niños. Sus infantes son secos, inteligentes, pespicaces, nada infantiles: adultos con menos información. Hablan y se comportan de un modo inquietantemente sensato, como los niños de la vida real. No se preocupan por mostrar una ternura o achuchabilidad impostadas. Y por supuesto destacar la iluminación de sus viñetas: en su universo, todo tiene el mismo color que un plató de televisión.
Si alguien quiere escuchar los razonamientos de un personaje tan importante como Martin, os dejo aquí el enlace de una magnífica y extensa entrevista en el que habla de todos estos temas con la inteligencia y la socarronería que cabría esperar de el. Qué no daría yo por entrar en su disco duro.