sábado, 24 de octubre de 2009

Rizomanía, parte 1. Muy aquí











¿Cuál era el clima cultural universitario en Galicia a mediados de los 90 ? Espera que miro en el Wordreference: imbécil, tonto, subnormal, anormal, bobo, memo, deficiente, retrasado, estúpido, simple, cretino, inculto, ignorante, cateto, torpe, zopenco, mentecato, majadero, engreído, presuntuoso, petulante, fantasma. El inevitable resultado docente de aquella atmósfera formativa somos una generación de panascas, panolis, panojos y pánfilos cuya única redención posible está en el interné. Cuanto más comparo el tipo de enseñanza que recibimos con el nivel educativo de escuelas no tan lejanas, más vergonozo me resulta tener el título de arquitecto, porque con los (des)conocimientos que tengo no aguantaría ni medio asalto en un debate con cualquier arquitectillo madrileño de tercera división.
Pero la verdad... ¿qué se podía esperar de aquellos mongols que supuestamente nos formaron? ¿Qué nos puede enseñar un retard del calibre de Raya de Blas, o los Taboada (si sus padres hubiesen usado condones con más frecuencia, la que os habríamos ahorrado), o Cebrián, o la bizarrísima Julia? Mientras Europa entera reflexionaba sobre nuevos modelos proyectuales, métodos informáticos y filosóficos, y situaciones urbanas de emergencia , a nosotros se nos dejaba caer muy sibilinamente que ser culto consistía en haber leído a Pessoa, Unamuno y Sartre, idolatrar a Chillida y santificar a Le Corbusier servilmente, huir de todo lo que oliese a moderno (palabra que se parangonaba a formalista, espectacular, frívolo e imperialista) y mantener siempre una actitud de resistencia frente a las tendencias agarrándonos a la sabiduría de lo vernáculo, la honestidad constructiva puritana (según un inargumentado objetivismo Kantiano) y , lo peor, la mistificación romántica de lo ideológico como eje vertebrador de la vida profesional. Sed autodidactas y sed héroes. Es para matarlos. Total, que sólo nos enseñaron recetillas tan cutres como poner mucho vidrio para que interior y exterior se confudan. O lo antiguo siempre es mejor, mimetízate mediante la escala. Ah, y que el Barrio de las Flores y la Unidad Vecinal son la pera.

Total, que yo hasta hace tres telediarios no sabía nada de lo que es el fucking Rizoma. De hecho, he tenido que ponerme las pilas al terminar la carrera para aprender un poco de qué va el rollo contemporáneo, porque lo que nos contaban en aquel tétrico edificio de tan infausto recuerdo tenía la misma vigencia que la poesía pastoril o las medievales cantigas de escarnio e maldizer . Las entrevistas con Koolhaas o Eisenmann me parecían arameo para pedantes, y moderneces como los pilares torcidos me parecían un capricho resultante de la mala lectura de los posestructuralistas (quizás me lo siguen pareciendo, pero ahora podría argumentar mi disconformidad). Ha sido husmear un poco por la red y darme cuenta de que el nivel discursivo de gente de otros lugares debería sonrojarnos hasta la asfixia: el hecho de que lo más parecido a una vanguardia que tengamos por aquí sea el retro-humanismo anarka de los Ergosfera, deja claro nuestro papel no ya de periferia, sino directamente de vagón de cola, del circo arquitectónico internacional. (Apunte: conste que la única vez que escuché en la carrera algo como "la ciudad no es un árbol" fue en boca de Manolo Gallego; mientras, Jota Ele Dalda y sus Hilberseimers se llevaban los galones de la eficiencia por su transformación de Santiago en un inerte parque temático de auga e pedra donde el concepto de cultura emergente es, sencillamente, inexistente). Tampoco el clima artístico local ayuda a generar fugas: encallados en sus pataletas por la destrucción del patrimonio y la memoria, sus videoinstalaciones y sus no-lugares siguen, en el fondo, atascados en una lectura de la realidad completamente superada y constantemente acusadora, ya que no punitiva. No son moralistas lo que necesitamos ahora.
¿Por qué cuento todo esto? Pues porque me doy cuenta de que el paradigma proyectual contemporáneo es el del rizoma, para bien o para mal, y me siento bastante impedido para entender en toda su estrambótica complejidad esa filosofía arquitectónica: no me han preparado para ello, es algo que me toca hacer yo solito, y no resulta nada fácil. De hecho, la mayoría de la literatura bloguero-arquitectónica de matriz deleuziana me parece bastante absurda e insensata: la fascinación por el nuevo Dios tiene más de fanatismo que de operatividad. Encontrar la redención a la decadencia de la profesión en los modelos epistemológicos de los posestructuralistas puede ser una opción interesante, o puede que no. "Obras son amores y no buenas razones", y es precisamente ahí donde cojea la actual clase pensante: hasta donde yo sé, todavía no han demostrado de modo fáctico la eficiencia de su nueva lectura de las cosas. Probablemente estemos en un período de transición hacia un nuevo modo de construir el mundo que será, hipotéticamente, sostenible, rizomático, policéntrico y desideologizado, y quizás de todos estos debates salga una nueva ruptura con la tradición equiparable a lo que fue en su día la modernidad en la que fuimos (mal)educados.
Pero, insisto, lo que tenemos por ahora en nuestro país es bastante paleto. Cirugeda tiene de divertido y fresco lo que de finalmente cínico. El más lamentable error de toda esa autoproclamanda guerrilla urbana es el ignorar que si se juntan cinco millones de hippies, la ciudad resultante sería inevitablemente (y en el mejor de los casos) muy parecida a Madrid y no al edén buenrollista totemizado por tantos. Y la cursilería artística, lacrimógena y atrozmente gestual, de la onda Ergosfera, jamás vendrá cargada de futuro porque la teleología de su moral es, o así lo encuentro yo, tan ingénua como retrógrada. Y, lo que es peor, totalitaria. Las acciones de Ergosfera son representaciones teatralizantes, símbolos más que procesos prácticos, acontecimientos autoconclusivos que exigen al ciudadano un estar en el mundo cuya heroicidad reside en la militancia, la subversión autoconsciente y no automática, instintiva, natural, que es como se deben hacer las cosas (y eso es una de las más grandes lecciones que nos ha dado el capitalismo: la gente no actúa por principios, sino por deseos). El discurso final de esta generación es: los ciudadanos somos insolidarios, egoístas, individualistas, materialistas, no amamos las ciudades, vamos por el mal camino. Y el triunfo de su proyecto pasa por un nuevo ciudadano, que ha de serlo por imperativo moral y casi religioso: sus propuestas sólo podrían tener sentido cuando todos estemos evangelizados según sus designios actitudinales. La ciudad de ergosfera ha de ser la de los epicúreos, los concienciados, y no la de unos ciudadanos libres que, por otra parte, esperan con los brazos abiertos cualquier propuesta útil que podamos hacerles.
¿Quién nos queda? ¿Irisarri? No hay que ser un experto en el rollo AA para darse cuenta de que lo suyo no es más que un lavado de cara fotografiable y mimético de estrategias ya caducas, que pretende llegar a las formas del siglo XXI desde un modus operandi más propio de los años 50: esa absurda vivienda de hormigón suya me parece no más que el extrañamiento forzado de un concepto tan poco rural como es la vivienda mirador para urbanitas que no se quieren mojar los pies y para los que el paisaje es un telón de fondo, ontológicamente ajeno, y muy especialmente la expresión de una forma subterránea y avergonzada del nuevo lujo. O su intervención en el Puerto de Bueu, que estoy deseando visitar una vez entre en funcionamiento para comprobar si su colonización es tan armónica con el edificio como él pretende. Lo peor de alguien como él es que, a su manera, tiene talento.

Ostras, ya seguiré con el sermón, me voy a vestir pues en breve nos piramos a la Seoane.