domingo, 25 de octubre de 2009

Rizomanía, parte 2. En casa y con gaesosa




















Inolvidable el concierto de Keith Rowe ayer, para bien o para mal, y pese a no haberlo visto entero: fue una experiencia diferente a todo lo demás, muy impactante, de las que recuerdas 20 años después, aunque quizás sólamente por su singularidad. De hecho, me viene bárbaro para continuar exponiendo mis vacilaciones sobre toda esa nueva arquitectura que no termino de comprender.
Veréis, cuando llegamos encontramos la sala del concierto llena de gente sentada, y en el escenario a Rowe (un señorín ya bien crecido) manipulando su instrumento, acompañado de un simpático artista con aspecto de esquizofrénico que se limitaba a contemplarnos. Los espectadores estábamos completamente quietos, entre atónitos e inquisitivos, preguntándonos por la naturaleza del espectáculo al que estábamos asistiendo: no se escuchaba nada, no había música ni ruido. Tan sólo un sutilísimo suspiro distante, un minúsculo y espectral zumbido casi inapreciable, equivalente al sonido que emite un televisor con el volumen silenciado. El sonido del stand-by. El eje del espectáculo era la toma de conciencia del silencio y sus perturbaciones: el sonido de la ropa cuando alguien cruzaba las piernas, tímidos carraspeos, una puerta que suena en la distancia, la propia respiración, cobraban de repente una potencia inaudita llevándose el protagonismo del show. Una situación al principio cómica, pero que parsimoniosamente fue ganando en una forma extraña de misticismo, al hallarnos todos reunidos, quietos, silentes, reducidos a una extraña abstracción de nosotros mismos, y perdidos en nuestros pensamientos. El tipo de situación que vivimos a diario en la intimidad, pero que se desnaturalizaba extrañamente al hacerla coparticipativa: en ese sentido, fue algo muy bonito, unidos todos en el silencio respetuoso, tanto con el intérprete como con los demás espectadores.
A la salida del evento, una chica comentaba cómicamente su desconcierto ante el desarrollo del concierto. A éste se le va la olla, decía: luego supe que esa chica era, ni más ni menos, musicóloga, investigadora de formas y estructuras musicales. Curiosamente, para alguien tan informado sobre lo melódico, el espectáculo no tenía ningún sentido: la apreciación de la propuesta de Rowe requería un salir de lo estrictamente musical, y valorar la situación desde otros parámetros más... llámale conceptuales, simbólicos, situacionistas o artísticos.
Algo parecido debieron sentir los escultores que llevaban toda su vida cincelando la piedra, y asistieron atónitos a la aparición del urinario de Duschamp. ¿Era intrusismo? ¿era un fraude? No, era una nueva dimensión de la escultura, o siendo más precisos, no era escultura. Era algo muy cercano a su opuesto: la escultura del objeto no esculpido.

Ese extrañamiento de lo conocido, ese salir de lo estrictamente disciplinario, es lo que me provoca esa nueva lectura de lo arquitectónico hecha desde el pensamiento posestructuralista.
Veamos: he sido educado en la creencia que la arquitectura es el arte de la concreción por excelencia, en una idea de proyecto como proceso de materialización de una idea y por tanto equiparable a la solidificación de un gas. El arquitecto transforma los vectores en líneas, lo informe en pesos y medidas, las potencialidades en realidades: selecciona, conforma, desecha y da tamaño a las cosas. El modelo rizomático tan en boga, obsesionado por lo no concreto, por la no previsión de los acontecimientos, por la transformación de lo medible en abstracciones (flujos, hipótesis, mutaciones, espacios de potencialidad, alteridades) no pueden referirse estrictamente a la arquitectura, sino exclusivamente a sus límites: hasta cierto punto, lo único que se puede hacer acudiendo a esta nueva parametrización instrumental, es decidir dónde no debe entrometerse la arquitectura. Sólo es referible a sus espacios en blanco, a sus límites, a aquello que el arquitecto deja sin cerrar: a las ideas que son obstaculizadas por la arquitectura.
De este modo, es inevitable la actual y neurótica ofuscación de la clase pensante por encontrar arquitecturas que duren poco, que no cierren puertas (paradójico), que muten permanentemente, que se constituyan en una situación de perpetua emergencia (en el sentido de lo emergente). La arquitectura es, desde esa lectura del mundo como eterno magma en ebullición, un enemigo: proyectar supone una toma de decisiones que decide lo que sí y lo que no, y construir sólo tiene sentido como situación transitoria previa a la deconstrucción. Lo que se lleva ya muchos años buscando, es edificios que no sean edificios. Y eso es algo que tendrá que hacer alguien que no sea arquitecto.
Pero, en realidad, el problema del que hablan no es nada nuevo. ¿No es acaso el trazado urbano regular y cartesiano de Nueva York el escenario de una ciudad completamente magmática y rizomática? ¿Las geometrías de ciertos museos de Mies no permiten una posibilidad de acontecimientos imprevisibles y siempre cambiantes? En realidad, los nuevos parámetros de trabajo siempre han estado ahí, quizás de modo inconsciente, en el modus operandi de la arquitectura de toda la vida. Un plan general no es más que la acotación de una fuga, la propuesta de un modelo que se sabe imposible desde su misma génesis, el establecimiento de una línea que deberá ir cambiando con el paso de los años. La historia de la aquitectura, con sus loggias, sus ábsides y sus hipotenusas, no deja de ser explicable en términos estrictamente deleuzianos.
Por eso, hay mucha paja que cribar entre toda la pomposa erudicción, esforzada en forzar las formas (pilares torcidos, complicaciones innecesarias, estructuras caprichosamente violentadas, huidas de lo sensato e intuitivo) y rizar el rizoma desde una interpretación del puto Gilles tan literal y poco meditada, tan seducida por sus hallazgos semánticos y conceptuales, que ignora el hecho de que lo que busca queda fuera de la arquitectura. O así lo pienso yo, desde mi enciclopédico desconocimiento de mucho de lo que está pasando.
En fín, el mundo rizoma tiene algo de cómico, con esa retórica engolada y dogmática. Estoy pensando en abrirme de nuevo un perfil en los contactos del Bakala, y quizás redacte mi descripción con palabros posmodernos:
Máquina deseante de 34 años, desterritorializado en un no-lugar de la Coruña (en el plateau Galicia) busca agenciamiento rizomático para constituir un cuerpo sin órganos antiedípico, para posible situación de equilibrio potencial y con vistas a fluír heterotópicamente. Ofrezco campo trascendental y pido discreción y plano de inmanencia. Si no va bien, pues plano de vuelo y chao.