jueves, 15 de octubre de 2009

Slavoj Zizek, Los Planetas y la Abeja Maya




















No he leído ningún libro de Slavoj Zizek, pero me he visto y fiscalizado shitloads de charlas suyas en internet. Por lo que veo, es un personaje muy carismático, una especie de versión pop y telegénica del intelectual europeo de película de James Bond, con el pack completo de tópicos: los tics, la oratoria torrencial, cierto ensimismamiento delirante, las paradojas seductoras, el malvestir, el fortísimo acento europeo... Idolatrado en USA, se ha convertido en el icono de cierta juventud contestaria e ilustrada, ávida de encontrar un pope que aglitune sus inquietudes y en quien personalizar su necesidad de un lider. Sus aforismos quedan ideales en camisetas, posters y graffittis de centro social. Sin embargo, a mí no me convence del todo, al menos en mi superficial conocimiento de sus postulados: sin duda tiene mucha sagacidad, en su magmático discurso se encuentran chispas de preclaridad y de genio, pero creo que el hilo conductor de sus diversos desvaríos, es una estructura de pensamiento ajena (es devoto lacaniano), por lo que más que ideas propias, su mayor virtud es la de sintetizar en aforismos y píldoras de pensamiento de bolsillo algunos conceptos no-tan-nuevos.
El caso es que en una de sus disparatadas conferencias, el esloveno hablaba de hasta qué punto el individuo contemporáneo está obligado a habitar el mundo con la sensación de que no existe un suelo, sino su simulacro: no habría nada estable y trascendente, todo lo sólido se desvanece en el aire. Se acaban los grandes relatos, las ideologías totalizadoras y las verdades, quedando las subjetividades condenadas a una perpetua deriva, como una nave buscando un puerto que no termina de encontrar. Es una idea típica del pensamiento posmoderno y post-humano, pero Zizek la sintetiza muy bien.
No obstante, el propio pensador afirma que, de un modo u otro, cada sujeto y cada sociedad encuentran sus propios rituales y sus propios suelos: la fe construye referentes inquebrantables, a los que somos fieles por mucho que la razón explicite su contingencia. Y echando un vistazo al mundo de la publicidad (estupendo termómetro del inconsciente colectivo: sus responsables nos tienen caldísimos) cabe la posibilidad de que uno de los suelos identitarios, de los totems y de los dogmas de fe de nuestra generación, sea la nostalgia de la cultura pop de nuestra infancia. Cada vez que un creativo publicitario quiere vendernos a los thirtysomethings un coche, una tarifa plana o una comida dietética, lo hace utilizando ¿perversamente? la banda sonora de Verano Azul, o imágenes de El coche fantástico, o recordando el España-Malta. Hace unos años, la reivindicación del espacio imaginario de nuestra niñez tenía algo de contracultural, pero como siempre, el sistema se ha encargado de fagocitar esa nostalgia que nos servía de referente identitario, para enlatarla y utilizarla al servicio del mercado. No hay nada malo en ello (la mayor virtud de lo publicitario es su capacidad para explicitar los mecanismos deseantes de nuestro imaginario), pero creo que si el civismo auténticamente responsable pasa por la perpétua resistencia a las trampas del sistema, deberíamos huír de esa nostalgia romántica que ha perdido completamente su sentido. Cada vez que en el Puticlú suena la canción de La Abeja Maya para deleite de su embobada clientela, siento una mezcla de frustración y de vergüenza ajena: como acto de afirmación subjetiva, bailar esa canción ha dejado de ser algo genuino. De modo frustrante, muchas nuevas bandas de la obsoleta escena indie cimentan su iconografía en el ochenterismo, la nostalgia de la prehistoria de los ordenadores, V y los cardados de Madonna, como harakiri de un supuesto underground que debiera no renunciar nunca a su hambre de futuro.
No obstante, como hombre posmoderno en perpétua crisis de fe, considero que lo generacional es de las pocas cosas a las que seguimos siendo endémicamente fieles, por su calado en lo autobiográfico. Lo hablaba con René a propósito del concierto de Los Planetas: en 2009 no se puede hacer una lectura de ese grupo prescindiendo del hecho de que son, ante todo, iconos generacionales, lo cual los ubica en un terreno ajeno a los juicios culturales porque están en el ámbito de lo estrictamente íntimo. El libro-dvd de Juanjo Sáez sobre el grupo es una sencilla reflexión al respecto: no se si son buenos, ni me importa, porque he crecido con ellos. Como a un padre, al icono generacional no se le juzga, porque está por encima del bien y del mal, en un lugar mucho más cerca de lo cardíaco. Para bien o para mal, nuestras identidades se cimentan, entre otras cosas, en esos iconos: muy probablemente, porque no hemos tenido otro suelo mejor sobre el que asentarnos.
No me interesa nada el grupo de J (sus reiterativas letanías de orgullo masculino herido, no casan con la sensibilidad de esta casa) pero los sigo con bastante deferencia: su totémica iconicidad generacional exige el máximo respeto. Respeto que, esperemos, sea pisoteado por la juventud venidera, que por lógica evolutiva han de tener en tan poca estima a Los Planetas como nosotros tuvimos a El Último de la fila.