lunes, 19 de octubre de 2009

Sujeto político, sujeto metafísico




















Woody Allen "Si la cosa funciona" octubre 2009

Woody Allen se ha convertido, voluntaria o involuntariamente, en icónico aglutinador cultural del falso ciudadano de izquierda: aquel que vota al PSOE con argumentos del tipo "estoy más a la izquierda que los de Ferraz, pero son la única opción realista", que cree que ser culto es visitar el Prado y leer a García Márquez (siendo un impedido para analizar las infinitas muestras de cultura que hay a su alrededor cotidianamente), que habla de la abyecta élite financiera como subterfugio para autoexculparse de los problemas de lo político, tipificando lo que es finalmente un sujeto terriblemente conservador. La buenrollista y autoengañosa condescendencia con la que los seguidores del neoyorkino juzgan sus films son el ejemplo más explícito y demostrativo de lo anacrónico de una progresía que lo es sólo en las formas, porque bajo su envoltorio de humanismo entrañable esconde un discurso aterrador que sólo invita a la inacción.
Ayer ví su última película, que me ha parecido la más vergonzosa muestra de decadencia geriátrica desde la lamentable última etapa de Robert Altman: Si la cosa funciona es una basura de film casi a la altura de Pret A Portair. ¿No os daba vergüenza ajena cuando los humoristas del Un Dos Tres repetían populistamente sus muletillas (La plaza estaba... abarrotáaa; Y eso dueeeleee..)? Pues a ese nivel de patetismo han llegado los tics estilísticos de Allen: el neurótico atormentado ontológicamente (personaje idéntico en 1972 y en 2009), el jazz de los años 20, el buen salvaje a quien amamos porque es más burro que nosotros (en lo que constiyue la mayor abominación de la progresía burguesa), el amor intergeneracional y sus penitencias... Cada nueva muestra de su película arquetípica cumple la misma función litúrgica que una misa católica: la reiteración ad infinitum de una misma estrofa, que se repite desesperadamente intentando que resulte creíble, como un gesto que confirme nuestra fe, en un ejercicio de fanatismo que en jerga psicoanalítica estaría más cerca del gozo que del placer. A ese nivel, sería perfectamente respetable: lo que no es de recibo es hacer una película de Frank Capra en 2009, teatro filmado, paternalista y altanera, retrógrada y perversa. Hay un momento del film que deja muy claro cuál es su tono, su ideología y su agenda oculta: el discursete inicial en el que Larry David se pregunta por el sentido de la vida, afirmando subliminalmente que los problemas del mundo lo son por imperativo divino. Las guerras, el hambre, el desamor, el individualismo.... serían un castigo de Dios y no la consecuencia de una determinada praxis personal y política. Enfurece ver en una película del director de la impresionante Manhattan una reflexión en la que las guerras son una entelequia que, sencillamente, ocurren y están ahí "porque el mundo es así", y no porque hay alguien con nombre y apellidos que aprieta un gatillo. Esa exención telelológica de la responsabilida política del ciudadano encantará a alguien como Dick Cheney: los problemas de la vida son asunto de la metafísica, y no de la política. ¿No estábamos de acuerdo en que esa postura es indefendible después de Marx?
Pero no se trata de hacer una crítica moral de esta película, que no es sino una nueva redacción de los mandamientos del progre, o persona que ha desplazado hacia su inconsciente su ferreo y avergonzante conservadurismo. Incluso el burgués más liberal puede hacer una excelente película, pero este no es ni mucho menos el caso: el discurso de Allen se ha gangrenado por puro estancamiento (repito: han pasado 25 años y muchas cosas desde los 70 como para pertecharse en aquellas atribuciones culturales) y tambien lo ha hecho su capacidad como cineasta. Lo que antaño era frescura y naturalidad en la realización, ahora resulta desdeñoso, apático y perezoso, aunque sus exégetas verán aquí sobrio clasicismo y madurez estilística. Los bochornosos flirteos con la metaficción toman cuerpo de la forma más despreciable: con el personaje hablando directamente a la cámara, en un diálogo de tú a tú con el espectador en forma de colegueo moral, de apunte graciosillo y de descompresión de la intensidad de la historia, en lo que constituye un insulto a la inteligencia de la platea. Como insultante es la definición de unos personajes (el intelectual perdedor, la rubia tonta siempre redneck y siempre tierna, el gay reprimido, la integrista católica que se redime gracias al libertinaje, los simpáticos cotillas del barrio...) con los mismos matices que pudiesen tener los de Verano Azul o Farmacia de Guardia: trágicamente, Allen lleva el camino de convertirse en una especie de versión guay de Antonio Mercero.
¿A quién puede gustar semejante estupidez de película? Pues al tipo de personas a las que se dirigen los anuncios de Heineken o Volkswagen (consumidores de pequeños lujos de clase media), seguidores de PRISA, y opindores políticos demasiado perezosos para leer a Foucault. Desastrosa.

Apunte: el Washington Post le da a la peli una puntuación de... ¡cero patatero! A mí me da pena ponerle un cero a alguien como Woody, pero esta vez no queda más remedio. A ver si así espabila.